Se supone que me haya ahogado.
Eso era lo que pretendían mis captores
cuando me lanzaron fuera de borda.

Pero viví.

Nadé. Boyé. Se hizo de noche.
Seguí el rastro de una fosforescencia de medusas
y un cosquilleo de plancton,
con su voltaje sabio,
guió mi cuerpo hacia corrientes benignas.

En la mañana
un desayuno de arena blanca en las muelas
y el sol inclemente sobre mi espalda.
Podría quedarme boca abajo en esta playa
toda la vida, todas las horas.

Todo el tiempo del mundo.
Los días que me quedan por vivir.

Esta arena es la alfombra persa
de una esperanza límpida
seguida de cerca por la felicidad simple
que me lame los dedos de los pies
según el vaivén de las olas.

Mira este mar:
primero me mastica
y hoy me besa…
Mañana, ¿qué hará?
Parece una colegiala estúpida,
es decir: una fuerza imparable
que no entiende de regateos.

En mi bolsillo mojado
mi celular agoniza con una vibración lánguida
y un ardor, como si una anguila eléctrica
en estado fetal me mordisqueara
los testículos.

Viví, y esta cómoda melancolía,
este abandono feliz,
es mi recompensa…

O tal vez no.

Allá,
entre las frondas de la uva de playa
y los cocoteros
y la guazábara de isla
que pulveriza los arrecifes,
se mueve el relumbrón
de un par de muslos veloces,
largas piernas, bien torneadas,
doradas, y una pincelada
de largos cabellos negros,
muertecitos, y el fogonazo
de un rostro oval
y unos ojos tristes
y una boca vivaz
y unos pechos pequeñitos
y unos brazos creados
para dar amor y para dar muerte.

Se acerca.
Y veo ahora el ombligo resplandeciente,
el sexo lampiño,
los pies tallados,
los músculos crispados de pantorrillas
criadas escalando montículos de arena
y nadando tras calamares de vidrio.

Una mujer en su dominio,
una diosa elemental.
Me mira como si nunca
hubiera visto a un hombre;
ojos que no comprenden
para qué puede servir
semejante criatura.

Pierdo el conocimiento;
quizá, en el estado en que me encuentro,
la erección ha dejado sin sangre
partes importantes de mi cerebro.

Vuelvo en mí
flotando en un caldo aromático
en gradual ebullición.
Ella, sobre el negro calderón,
pela mágicos tubérculos
y los deja caer en el agua.
Cierro los ojos.
Me relajo.