En días pasados el frutero haitiano que operaba en una calle cerca de mi casa fue atropellado por una yipeta. Murió al instante, o eso me dicen los compatriotas que fueron testigos del incidente. Estaba cruzando la calle en una zona de preescolares, colmados y negocios concurridos por la que el conductor más temerario jamás sobrepasaría los 20 kilómetros por hora. La yipeta no se detuvo ni un solo momento. El cuerpo descoyuntado e inerte del hombre fue parar muy lejos del lugar del impacto.

Aunque yo era su cliente habitual, no éramos amigos. La nuestra era una relación de afabilidad y cortesía que giraba en torno a lechosas, bananas y piñas. Mangos, cuando era temporada. Cerezas, a veces. Nos cruzábamos cordialidades en creol. Un buen día fui a comprar un melón y me encontré con otra persona, que me dio la funesta noticia.

Pensé brevemente en su muerte, tan casual, tan ordinaria, tan cotidiana. Pensé en la manera casual, ordinaria y cotidiana con que el nuevo frutero me dio la noticia. Ponderé la forma casual, ordinaria y cotidiana con que sus familiares y amigos serían informados de su muerte, y cómo estos se resignarían a ella de manera casual, ordinaria y cotidiana. Recordé que el gran arquitecto catalán Antoni Gaudí también murió atropellado cuando, distraído, cruzó delante de un tranvía. A Gaudí lo lloraron. Su muerte fue trágica. El frutero haitiano, un ser humano con un pasado, una familia y un nombre que nunca me molesté en preguntar, fue borrado del mundo y de la memoria humana con la misma indolencia y absoluta ausencia de empatía con que fulminamos de un chancletazo a una cucaracha.

Sin embargo, estas cavilaciones mías no duraron más de lo que duró mi transacción con el nuevo frutero. De ese momento hasta que me pude dormir, no hice más que pensar en el conductor de la yipeta.

Lo imaginé durante los segundos previos al impacto, cuando ya sabía que atropellaría al peatón. No pudo hacer nada; era demasiado tarde. Entonces lo imaginé durante los segundos del impacto, cuando el vehículo que manejaba destruyó los órganos vitales y los huesos del joven frutero y lo mandó volando calle abajo. ¿Pensó en pararse? ¿En ayudar? ¿Consideró, si bien brevemente, que quizá podría salvarlo si lo recogía y lo llevaba a un hospital? Sean cuales hayan sido las opciones que sopesó, eligió continuar su camino, decantándose, en la práctica, por interpretar el suceso como uno que era posible ignorar, moral, espiritual, cívica y legalmente.

Llegó a su casa y puede ser que haya tenido la prestancia de corroborar que no había sangre en el parachoques o en el bonete. Si la había, un manguerazo y listo, aunque su mujer y sus hijos se habrían preguntado que qué hace papá lavando la yipeta a tales horas… Pero quizá se lo perdonan; después de todo era una guagua de lujo del año.

Alguna abolladura, necesariamente, tendría. Ya lo resolvería mañana temprano, de madrugada. Le pediría a su mujer que llevara a los muchachos a la escuela alegando un compromiso a primera hora. Entraría a la casa, en donde lo esperaría su familia, justo a tiempo para cenar. Se saludarían todos con mucho cariño y se sentarían a la mesa. Antes de comer darían gracias al Señor y mientras comparten los manjares cada cual contaría su día, como siempre, aunque papá hoy les parecería un poco distraído, hasta inquieto.

A la hora de dormir, los hijos del conductor lo besarían de buenas noches sin sospechar que besan a un homicida. Su mujer lo recibiría en su cama, desnuda, y haría el amor con un asesino.

Por la mañana, antes de que todos se levanten, nuestro conductor se sentaría a la mesa, donde la muchacha de servicio, oriunda de Jacmel, de donde proviene, sin él saberlo, el frutero que mató el día anterior, le serviría un tazón de café, endulzado con azúcar extraída de cañas malditas cortadas por compatriotas del hombre que, ayer, aplastó como a un perro. También comería de una bandeja con frutas de temporada, cultivadas por hombres y mujeres que hablan la lengua relampagueante de su víctima. Y, consumido el desayuno, abandonaría su lujoso edificio de apartamentos, levantado bloque por bloque por obreros cuyas muertes valen tanto como la del frutero que reventó con su yipeta, hacia un taller de desabolladura en el que, probablemente, toda evidencia quedaría eliminada por maestros del ferré provenientes de la tierra de Jacques-Stephan Alexis.

De pronto ya no tengo ninguna gana de comer melón y me duermo envenenado por mis propios pensamientos.