Gente que leía los periódicos,
tomaba un refresco
o esperaba a alguien
dejaron una impronta negra y grasienta
en las paredes más cercanas
cuando la explosión evaporó
sus carnes y su sangre y su linfa
y sus huesos y sus uñas,
sus componentes básicos
convertidos en un cóctel de luz húmeda
y de calcio y de vitaminas sublimadas
por el calor descomunal.
¿No es increíble que un cuerpo
duro y corroborable
se transforme en cuestión de segundos
en una exhalación gaseosa
que se plasma sobre los muros?

Voy a dejar de verte, y me pregunto
si no será más piadoso que tomes
uno de esos cuchillos de destazar
que hay en la gaveta de la cocina
y me cortes en pedazos.
Y que ofrezcas esos pedazos a las palomas
que nada desdeñan y que tienen
en la mirada una inteligencia paranoide
que nos comunica con otro cosmos.

En todas las habitaciones de esta casa
está marcado tu cuerpo
con la misma intensidad y la misma
liberación de indecible energía
que volatilizó a los cuerpos de Hiroshima.
Y afuera, en la ciudad, recuerdo que
solíamos caminar con los pasos
alegres, pero cuidadosos y optimistas
de los magos que andan por la selva
sin detenerse cada vez que detectan
debajo de ellos
inmensos tesoros enterrados,
porque, a fin de cuentas,
siempre pueden regresar
a buscarlos otro día.

Se acabó este sueño,
hemos despertado,
pero es mejor si una mano tosca
y sin entrenamiento quirúrgico
me destroza los ojos
con una ganzúa herrumbrosa
que encontró en algún desván,
y que ha introducido
en mis orificios nasales,
buscando el camino más tortuoso
y más doloroso.
¿Para qué servirán todos estos muebles,
y los cubiertos y las plantas del balcón?
Cuando te vayas,
¿qué sentido tendrán mis camisas de colores,
y el cepillo de dientes,
y todos estos libros y cuadros y fotos,
que significado podré hallarle a toda
esa comida que hemos guardado
en la nevera?
¿Por qué mejor no me pegas un tiro?

No voy a volver a verte,
y si te vuelvo a ver será peor,
porque nos trataremos con
cortesía y respeto
como dos desconocidos afables.
Y en el aire, si pasamos cerca
el uno del otro,
persistirá un olor a electricidad,
a ozono, a carne chamuscada
en una hoguera de otros tiempos,
y cruzará por nuestras mentes
un mismo pensamiento atroz:
“¡Qué familiar me resulta esa cara!”