El día egresaba de su huevo,
el calor estrenaba
sus patas traseras;
mercadeaban los gitanos
saltamontes de Saturno;
yo caminaba por la vereda.

Llegué al Pueblo Blanco,
donde el satán se gana la vida
vendiendo mazapán y galletas.
Por la calle di los buenos días
a las vides sarmentosas,
a los cestos de aceitunas,
a las arrugas de las viejas.

Por la calle los hombres
pasan como butacas
arrastrando tras sí la cosecha.
Y tiran del freno a sus dromedarios
que cuando no están cargados
se acuestan.

Esperaba encontrarla ocupada
fregando el suelo de la taberna.
Para esto he venido al Pueblo Blanco,
donde el demonio administra una tienda,
para decirle a mi novia que parece que…
que parece que no quiero, que no puedo verla.

“Ella no está”, nos ha dicho la madre,
“Con su hermana partió a Talavera”.
Dije yo, “He venido a verla.
Dígale que indefinidamente
se postpone nuestra fecha,
puesto que me ha brotado
un misterioso sarpullido en la pierna.

“Dígale que soy miope,
que soy daltónico,
que de pronto no sé distinguir
el centeno de la hierba.
Cuéntele que todo ha terminado,
puesto que los peces
han abandonado los estanques
y con sus antenas olisquean el musgo
que pinta de verde la sierra.

“Dígale cualquier cosa,
que ayer los árboles
se pronunciaron contra las huertas.
Que recibirme vestida y empolvada
es un negocio que no vale la pena;
visto que apuro a las cinco
la leche fantástica de su paz,
y no bien dan las once
acudo al clamor de la guerra”.

Copyright © por Pedro Cabiya 1999