El sábado 26 de mayo de 2012 hizo un día soleado en la ciudad de Miami, Florida. Rudy Eugene, un varón afroamericano de 31 años, aprovechó el congestionamiento vial en el que se encontraba para abandonar su automóvil, despojarse de toda su ropa y ponerse a caminar desnudo por la calzada del MacArthur Causeway. A poco andar, encontró al indigente Ronald Poppo, de 65 años, a quien desnudó violentamente. Acto seguido, Eugene procedió arrodillarse sobre Poppo para más fácilmente devorarle el rostro a mordiscos. Eugene se alimentó de esta manera durante 18 minutos mientras diversos ciclistas y conductores pasaban de largo. Fue Larry Vega, un inocente viandante que se topó con esta macabra escena, el primer conciudadano que interviene, gritándole al espontáneo caníbal que se detuviera. Eugene hizo caso omiso. Vega alertó entonces a un oficial de la policía, que se apersonó y le dio un ultimátum al enajenado Eugene; este responde volviéndose hacia el oficial y lanzándole un gruñido feroz. El policía dispara… Rudy Eugene continúa comiéndose la carne de la cara de Poppo, impasible. El oficial le dispara cinco veces más hasta matarlo.

A partir de este suceso, los casos insania caníbal se multiplican. En Maryland, Alexander Kinyua, un estudiante de 21 años de la Morgan State University, asesina a su compañero de habitación, Kujoe Bonsafo Agyei-Kodie, para luego comerse porciones de su cerebro y su corazón entero. En Texas, Christopher Lee McCuin, de 25 años, mata a su novia, Jana Shearer, de 21, y luego cocina partes de su cuerpo. A la llegada de la policía, una solitaria oreja hervía en una cacerola y en un tenedor podía observarse un pedazo de carne a medio masticar.  

A la llegada de la policía, una solitaria oreja hervía en una cacerola y en un tenedor podía observarse un pedazo de carne a medio masticar.
En New York, Pamela McCarthy se desnuda y empieza a correr fuera de su complejo de viviendas, atrapa a su hijo de tres años, a quien propina violentos puñetazos, para finalmente trasladar su atención a su perro pitbull, con el cual se revuelca por el suelo hasta estrangularlo. Los medios masivos, haciéndose eco del bullicio informal de la Internet, declara que estamos frente al inicio de un Zombie Apocalypse. CNN proclama que la realidad está plagiando al cine de terror… Estos y otros ataques caníbales que se extienden por la geografía de los Estados Unidos como fuego silvestre (y supuestamente provocados por metanfetaminas baratas llamadas crystal bath salts), ocurren en la cúspide de una insólita infatuación de Occidente con los zombis y, especialmente, con la idea de que el fin de los tiempos tomará la forma de una epidemia viral que transformará a la humanidad en una masa putrefacta de muertos vivientes.

Sin duda los zombis jamás habían sido más cool que ahora. Sus extremidades en descomposición, paso desgarbado y su hambre insaciable de cerebros han tocado una fibra sensible en el consumidor occidental (y occidentalizado) del mundo. Se han convertido en el más perfecto producto de consumo: no solo adornan las páginas de innumerables libros de sobremesa, cobertores para el iPhone y camisetas, sino que son el tema de innumerables películas con diversos grados de mérito y últimamente han usurpado un lugar central en las “revisiones” (realizadas por entusiastas) de los principales clásicos de la literatura, ahora con “violento caos zombi”. El aspecto literario del fenómeno zombie no se detiene en el refrito de viejos clásicos. La novela World War Z, de Max Brooks, logró situarse lista de superventas del New York Times y permaneció allí durante cuatro semanas. La narrativa de Brooks es un relato faux non-fiction en el que se alternan las voces de diferentes sobrevivientes de la lucha contra una pandemia zombie mundial. Breathers: a Zombie’s Lament, de SG Browne tiene un enfoque distinto; se trata de una narración en primera persona de un zombi de treinta y tantos años sobre su lucha por ser aceptado en una sociedad que margina a los de su… condición. En la cúspide de este frenesí zombi, el blog Public Health Matters del Centro para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC) publicó un artículo titulado Preaparedness 101: Zombie Apocalypse, que enumera las diferentes medidas que adoptaría esta agencia en caso de un brote de zombis. El CDC aseguró a sus lectores que su participación en este escenario “buscaría alcanzar varios objetivos: determinar la causa de la enfermedad, el origen de la infección/ virus/toxina, descubrir cómo se transmite y cuán fácilmente se propaga con el objetivo de romper el ciclo de transmisión y por lo tanto prevenir nuevos casos, aparte de proveer a los afectados con el mejor tratamiento posible”. Después de todo,

Si los zombies empezaran a recorrer las calles, el CDC llevaría a cabo una investigación igual a como lo haría con el brote de cualquier otra enfermedad. El CDC proporcionaría asistencia técnica a las ciudades, estados y socios internacionales afectados por una infestación de zombies. Esta asistencia podría incluir consulta profesional, pruebas de laboratorio y análisis, gestión y atención al paciente, seguimiento de contactos y control de infecciones (incluyendo protocolos de aislamiento y cuarentena).

Sin duda, los no-muertos se han elevado a un estatus de culto más allá de las expectativas de cualquiera, llegando incluso infectar instituciones “serias”, por no hablar de la literatura clásica. La diversión zombie es irresistible. En verdad los no-muertos están por todas partes. Este libro no es una excepción.

El zombi, no obstante, es un símbolo one size fits all, un recipiente conveniente en donde caben perfectamente, o bien que reúne en un solo gesto creativo, las neurosis principales que hacen funcionar el miedo. El zombi, sobre todo, es una de las muchas encarnaciones del concepto primordial en el que echa sus raíces la sensación del terror que explota la narrativa literaria y cinematográfica del género: la deshumanización. Si algo tienen en común los personajes más terroríficos del cine es su completa separación de la experiencia humana; se han despedido de su humanidad y esto nos aterroriza.

Si algo tienen en común los personajes más terroríficos del cine es su completa separación de la experiencia humana; se han despedido de su humanidad y esto nos aterroriza.
La absoluta inaccesibilidad emocional, verbal, moral e intelectual no solo caracteriza al zombi cinematográfico, sino a Freddy Krueger, a Jason Vorhees, a Hannibal Lecter, a Michael Myers, al monstruo de Alien, a Norman Bates, a la mente colectiva de los gérmenes intergalácticos de La invasión de los ultracuerpos, a Leatherface… Delante de todos estos personajes (y ni hablar de los caníbales nudistas mencionados arriba), de nada valen la persuasión y la negociación; no hay como despertar en ellos la compasión. Harán lo que les dicta la oscuridad que en ellos viene a reemplazar la perdida humanidad. Frente a ellos estamos realmente frente al vacío, asomados al abismo… Pero el terror, a mi entender, el verdadero terror, no surge de colocarnos en el lugar de las víctimas de estos desalmados personajes… El verdadero terror, el que consiguen las obras maestras del género, surge cuando entendemos que somos también ese abismo; cuando nos convencemos de que podemos ser, también, pozos sin fondo, y empatizamos con el monstruo.

Los ejemplos que he utilizado hasta el momento provienen del cine de terror norteamericano. Es muy revelador que el zombi, poster child del género, sea un producto originalmente caribeño. Revelador, pero ni asombroso ni ilógico: como el zombi, el terror es, después de todo, una criatura sincrética que se presta idealmente para la bandería y la representación de nociones dispares unidas por una misma columna vertebral. En las páginas siguientes, lúcidas mentes intentan, con persistente éxito, dilucidar cuál es esa columna vertebral, al tiempo que discuten la contribución que América Latina ha hecho a este género que tanto nos cuenta de quién somos y cómo somos.

 

Este texto sirve de prefacio al libro Horrofílmico: aproximaciones al cine de terror de Latinoamérica y el Caribe, antología de ensayos editada por Rosana Díaz-Zambrana y Patricia Tomé: Isla Negra Editores, 2012.