La risa, según expertos que han indagado en el asunto, es una respuesta biológica a ciertos estímulos, muy específicos. Que sea una respuesta biológica, involuntaria incluso, es algo que nadie podría refutar. Al reírnos todo nuestro cuerpo convulsiona; los intervalos regulares que controlan nuestra respiración sufren un súbito asalto y exhalamos e inhalamos de manera caótica, estrambótica, peligrosa; formamos con la laringe un ruido extraño y delatamos nuestra posición al enemigo. No es algo deseable que nos hagan un buen chiste mientras guardamos silencio en una trinchera; no es recomendable mirar el papelito que nos pasa un amigo mientras el sacerdote recita los hechizos de la Eucaristía. Cuando la risa nos posee, todo lo demás ocupa un lugar secundario. La risa nos traiciona a la Verdad.

Siempre me ha parecido muy revelador el hecho de que la risa y el llanto se valgan de los mismos principios automáticos. En ambos casos se trata de un sabotaje a la respiración. ¿Cuántas veces no pasamos del llanto a la risa, de la risa al llanto? Las cosquillas que se le hacen a un niño pequeño siempre acaban en llanto. Momentos especialmente emotivos nos hacen llorar primero y reírnos después. He conocido mujeres que ríen con el orgasmo y otras que lloran con el orgasmo; ambas, en resumen, se asfixian con el orgasmo, y eso es lo interesante. La risa, como el llanto, es un ensayo de la asfixia, un simulacro de suicidio, un intento de anulación del ser, de comunión con el mundo.

La risa es un riesgo para nuestra sobrevivencia, al menos en su aspecto más mecánico… y sin embargo, ¿quién soportaría vivir sin reír?
Hay veces que, de cara a ciertas circunstancias, no sabemos si llorar o reír. A lo largo de la historia, grandes pensadores, poetas, escritores y actores han percibido la existencia de esa fina línea entre la tragedia y la comedia, y la han caminado con una pericia que los ha hecho inmortales. Juvenal, Horacio, Juan Ruiz (el salaz Arcipreste de Hita), Jonathan Swift, Rabelais, Voltaire, Erasmo de Rotterdam, Francisco de Quevedo, Miguel de Cervantes son solo algunos de esos insignes cultivadores de la risa, seguidos de cerca por gigantes más cercanos a nosotros, en el espacio y en el tiempo, como Kurt Vonnegut, Douglas Adams, Luis Rafael Sánchez, Guillermo Cabrera Infante, Juan Antonio Alix… ¿Cómo no recordar, en este contexto, a Richard Pryor, el mayor y más brillante exponente del ridículo trágico? Todos estos grandes maestros poseían el talento especial de hacernos ver lo ridículo de la existencia.

No hay facultad más importante para el progreso humano que nuestra capacidad para el ridículo: para verlo, para entenderlo, para practicarlo… El ridículo, lo ridículo, eso que por la razón que fuere mueve a risa, es un arma poderosa: desnuda al poderoso, invalida lo solemne, pulveriza y dinamiza lo anquilosado, resquebraja lo supuestamente irrompible… Moviliza, empuja, agita: se trata de un motor inigualable.

Pero no siempre vemos lo ridículo, aunque nos rodea, aunque abunda. Lo ridículo exige respeto, lealtad, adherencia acrítica. Lo ridículo nos gobierna. Por eso son tan valiosos esos hombres y mujeres que nos lo señalan, expertos guardabosques que identifican las trampas ocultas y nos ayudan a salvar el pellejo. Porque una vez lo ridículo queda desenmascarado, pierde el poder que tiene sobre nosotros; le perdemos el respeto, el miedo; le retiramos nuestra confianza y sencillamente nos echamos a reír. El emperador desnudo es una figura ridícula. La realidad es casi siempre ridícula, por más trágica que nos parezca. Nuestra actitud ante lo ridículo es ridícula, pero de ella nos libera el sátiro, el poeta, el cómico. Por eso la risa ha sido minuciosamente proscrita de todos los regímenes totalitarios de la historia; de ahí que Jorge de Burgos, el monje ciego de El nombre de la rosa, condenara la risa como un instrumento del diablo; la risa es el triunfo de la duda inteligente ante la bruta certeza.

La risa nos libera del insoportable yugo de la mentira.
Nelso Castillo Tagle es uno de esos virtuosos que sabe desenmascarar la realidad y mostrárnosla en cueros, tiritante y ridícula. Especialmente la realidad política de nuestro país, ansiosa de hacernos creer que va vestida de ropajes de justicia, integridad, honor, coraje, compromiso, principios, moral, verdad, desinterés, sacrificio, valores patrios… cuando en realidad se arrastra, leprosa y llagada y desnuda, sus vergüenzas al aire. Bufonesca; una comparsa de payasos y payasas, cada uno más ridículo que el anterior. Malandrines con las caras maquilladas que manipulan un escenario de palitos y papel crepé, saltimbanquis que nos cobran una córnea y riñón y medio por el privilegio de presenciar su espectáculo de disparate. Truhanes que quieren vendernos una pesadilla con nombre de sueño, un gato sarnoso con nombre de liebre, una esclavitud dura con nombre de democracia. Hechiceros que quieren convertir lo anormal en normal, y que así lo aceptes, lo creas y lo defiendas. Las viñetas de Castillo Tagle entran en este punto y desbaratan ese plan; los vemos como en realidad son, ridículos, y nos reímos.

Pero ojo: Castillo no provoca una risa complaciente, una risa recreativa. Su labor quiere una risa transformadora; la risa que acaba en llanto. Su obra es también un espejo: no olvidemos que nosotros tenemos papeles de extras en la farsa que montan nuestros líderes. No olvidemos que también nosotros somos unos ridículos…

Pero podemos dejar de serlo.

 

Pedro Cabiya
Santo Domingo-San Juan
1 de julio de 2012

 

Prefacio del libro Incómica: Vol. 1, Parto sin cesárea, de Nelson Castillo Tagle.