Atrapado irremisiblemente en el círculo vicioso del PRD-PLD, nuestro desesperado país considera castigar a la camorra peledeísta que se ha adueñado del estado echándole el voto a Hipólito Mejía, autoproclamado “Papá”. Ciego a otras alternativas que están ahí, que viven y existen, el colectivo social, cual manada de lemmings, prefiere decantarse por el suicidio, atrabancándose en la disyuntiva de no saber qué es mejor: si envenenarse o ahorcarse. Asombra y frustra que de todas las alternativas disponibles, las que consagra la sociedad con atención y energía desmedidas sean solo aquellas que demostradamente han puesto al país el borde del precipicio. Hartos de Leonel y del PLD, consideramos ahora volver a elegir a Hipólito… Y en cuatro años, como bambalanes a los que una enfermera debe limpiar la saliva de la comisura de los labios, volveremos a elegir a Leonel y al PLD, cuyas fechorías, tan frescas al día de hoy, habremos olvidado para siempre.

Este tejemeneje no puede durar para siempre. Apropiándome del verso de Bob Marley, tanto va la cubeta al pozo que en algún momento se desfondará. Llegará el día en que nos desfondaremos también… y ya sí importará muy poco qué payaso de turno nos dirija. La inminencia de las elecciones me mueve a hacer un breve y nostálgico recorrido por aquellos días en que fuimos gobernados por un caudillo completamente desafasado, anacrónico, salido como de la noche oscura de los tiempos, para que al menos recordemos los efectos de la cicuta que estamos dispuestos a bebernos como antídoto de la que nos bebimos hace ocho años.

¿Honestidad o desparpajo?

En momentos de gran frustración civil resulta común externar la idea de que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen. Salvo que las elecciones hayan sido sucias, no hay cómo desbaratar la lógica del aserto. Aún así, resulta difícil imaginar qué pudo haber hecho la República Dominicana para merecer un presidente como Hipólito Mejía.

Mejía llega al poder en el 2000 en la cresta de un paternal eslogan en el que prometía un “gobierno con rostro humano”. Que el “rostro humano” de Mejía era un popurrí de jaquetonería, humor campuno y malos modales era obvio para cualquiera que hubiera situado su cerebro por encima de su afiliación partidista.

Pecaría de condescendencia si eximiera a la ciudadanía de toda culpa; después de todo, fue su elección. Pero habría que considerar que en un panorama político infestado de dirigentes malandrines cualquier indicio de honestidad gana votos. El problema está en que solemos confundir honestidad con desparpajo, de modo que inmediatamente gana la simpatía de las masas el primer candidato que muestre que lo tiene sin cuidado el protocolo, que le da par de tres su investidura presidencial y que prefiere mostrarse como una persona llana y sincera que dice las cosas como son.

Hipólito Mejía se esforzó por dejar claro desde el principio que era un “hombre de pueblo”, haciendo y diciendo como tal. Este, sin embargo, no es lugar para listar las majaderías que marcaron su interacción con los medios de comunicación y la ciudadanía en general bajo pretexto de ser un hombre sin tapujos y directo. Esas “idiosincracias” son del dominio público y pueden ser halladas en Youtube lindamente condensadas. Un presidente con vocación de comediante es una circunstancia inocua en sí misma. El Amolao, otrora alcalde del municipio de Cataño, Puerto Rico, por ejemplo, fue un gracioso inofensivo; lloraba en medio de sus discursos, hablaba constantemente de su predilección por la Heineken y, en suma, decía muchísimas estupideces e incoherencias típicas de los loquitos de pueblo. Cataño lo eligió y con su pan se lo comió. Los problemas con Mejía empezaron a asomar la cabeza cuando la miseria, la corrupción, el abuso y la represión pasaron a ser el punch line de un chiste cada vez menos gracioso.

Ñoño con los guardias

Hipólito Mejía improvisó bastante en su gestión de gobierno, pero no hizo nada de improviso. Ningún dominicano, por ejemplo, puede alegar sorpresa ya en el 2003 ante la irreversible y nefasta politización de las Fuerzas Armadas, porque no bien asumiera su cargo en el 2000, el entonces “guapo de Gurabo”, hoy “Papá”, se encargó de labrarles un espacio en su administración, mimándolas, atrayéndoselas y agasajándolas frente a toda la sociedad. Hacer esto en un país que vivió sometido por treinta años a una cruda dictadura militar y que luego necesitó veinte años más para desmilitarizar la cosa pública, fue obra de la más perfecta inconsciencia o de la más porfiada estupidez.

Mejía fue ñoño con los militares, pero los militares fueron ñoñísimos con su presidente. Solo una ilimitada ñoñería (en el mejor de los casos) explica que en un país con un sangriento pasado militar y un índice de analfabetismo de 20% (en aquel entonces), el gobierno de Mejía le sumara al presupuesto de la Secretaría de Estado de las Fuerzas Armadas aproximadamente 500 millones de pesos ¡que le dedujo a la Secretaría de Estado de Educación! Y como la reciprocidad es virtud de oficiales y caballeros, la Secretaría de Estado de las Fuerzas Armadas obsequió al mandatario una estatua de bronce en la que Hipólito Mejía, con guayabera y espejuelos, cabalga sobre un reluciente Pegasus que levanta el vuelo. En este caso, la ridiculez del homenaje excusa la falta de memoria: la vergüenza ajena es la madre de la amnesia.

La estatua, en la que Mejía remonta el firmamento cual Perseo en lucha titánica contra el Kraken, es una mole grotesca, sin duda, pero aún más grotesco fue observar a oficiales del ejército en abierta campaña partidaria. Recordemos la vez que cámaras de televisión capturaron al general Rhadamés Zorrilla Ozuna repartiendo en los barrios dinero que extraía de un sobre con la insignia del PRD… Normal. Grotesco el desfalco perpetrado por el coronel Goico con una tarjeta presidencial; luego de una breve estadía en la mazmorra, Pepe Goico no solo fue liberado, sino ascendido a general. Normal… Grotescas también las actuaciones de Hernani Salazar, el Félix Bautista de ese entonces, extensamente documentadas en la prensa del momento. Grotesca la gestión de Víctor Céspedes, tristemente célebre. Grotescas las declaraciones televisadas de Eligio Jáquez, batallando con el castellano con una dificultad de estudiante extranjero. Grotesca la celebración de la ignorancia y la falta de educación, el enaltecimiento de los malos modales, la elevación de la cafrería a la categoría de valor patrio, la humillación y mofa de los intelectuales, el orgullo que desbordaba la camarilla perredeísta, oronda en su falta de talento, de formación académica y de capacidad…

Nadie sabe cómo es que empiezan las cosas, pero sí cómo terminan. Sin embargo, en un país que constantemente revive en forma literaria y documental la Era de Trujillo, y que todavía tiene frescas las llagas de los doce años de Balaguer, sorprende que casi nadie pudiera imaginarse cómo acabaría algo que había empezado de un modo tan familiar. Y fue asqueante observar a intelectuales con nombre de antitrujillistas negarse a llamar la atención sobre estos paralelos, apoyando con su palmario silencio el neotrujillismo que los alimentaba. Lo mismo, dicho sea de paso, aplica al presente momento.

Para terminar…

El espacio me impide hablar de Rafael Camilo, demandado (“mandado a trancar” fue la expresión) por difamación e injuria en 2002 por atreverse a preguntar para qué había utilizado el presidente el dinero de los Bonos Soberanos. O de Horacio Lemoine, locutor de Montecristi, que encuestó a la población sobre una posible contienda entre Satanás y Mejía; Satanás derrotó al entonces presidente y Lemoine fue a parar al calabozo. O de los millones malgastados en la infraestructura de los Juegos Panamericanos, haciendo caso omiso de los razonables argumentos disuasorios de Luis Scheker Ortiz, y que hoy adorna con su abandono y herrrumbre, ruinas entre altos pastizales, los predios del Parque del Este. O de tantas otras cosas más…

A medida que se terminaba el cuatrenio, el gobierno del “guapo de Gurabo” aceleró el ritmo con que apilaba iniquidades sobre ignominias, exactamente igual a como hace el PLD ahora mismo; es como si en la agonía de la muerte, a los regímenes autoritarios y cleptocráticos los asistiera un último aliento, un último brote de energía. Del tradicional perdón presidencial de fin de año, por ejemplo, se beneficiaron durante el gobierno de Hipólito Mejía un dirigente político que asesinó a un inocente y un notorio narcotraficante, entre otros. Y como la impunidad es contagiosa, había que ver cómo la policía se fue alebrestando, manejándose como verdaderos tonton macoutes, anarquía que le costó la vida a Arleen Pérez en enero de 2002, cuando recibió un balazo en la cabeza mientras conversaba con su novio frente a su propia casa.

Papá viene a velar por nosotros, a cuidarnos, a echarnos su bendición… En un mundo en el que los regímenes paternalistas han sido relegados como esquemas cuasi medievales de gobierno, el PRD iza la bandera del retroceso y anuncia que ese es, precisamente, el tipo de gobierno que desarrollará. ¡Llegó Papá! Llegó Papa, repite la gente sin entender (o quizá entendiéndolo muy bien) que decirlo los minimiza, subordina, degrada; que decirlo los coloca por debajo del mandato, en una jerarquía declaradamente vertical en la que nos hallaremos en los últimos escalafones; llegó Papá, repite la gente, olvidando que ese también era el sobrenombre de Duvalier…

El poder es un espacio mágico que todo lo daña. El PRD, otrora víctima de la dictadura, ha dado muestras de haber aprendido su lección y ha dado trazas de tener una buena vocación de victimario. Aunque dicho en otro contexto, chillan las lapidarias palabras de Mejía: “el poder es para usarlo”. La tragedia de que el PLD se perpetúe en el poder pesa en la balanza exactamente lo mismo que la tragedia de que Papá vuelva a campear por sus respetos por este maravilloso país que muchos quisieran convertir en una finca.